Friday, January 27, 2006

EN VOZ DE BORGES.

AL OTRO LADO DEL ESPEJO:
Cuarta edad
Por Waldemar Verdugo Fuentes
Fragmento Final de EN VOZ DE BORGES.














Collages por WVF:
"Serie EL VIEJO BORGES"

El maestro Borges asumió su ancianidad con la altura que la enfrentaron los personajes de De Senectute: en sus últimos años actuó con la naturalidad que imprimió Cicerón a sus viejos intérpretes, serenos y dignos en el ocaso de sus vidas. Al final de su tiempo las ideas y las palabras resurgieron en su obra con ímpetu renovado.

   Su libro póstumo fue La memoria de Shakespeare (Alianza Editorial, España), que estaba en imprenta cuando Borges murió: "Este libro me fue dado por un sueño, en Michigan. Yo soñé esto: Te vendo la memoria de Shakespeare. Y de ahí salió la historia. De la cual revelo demasiado al decir esto, salvo que no hay una venta en mi cuento y la memoria de Shakespeare no sé hasta dónde existe. Pero todo salió de ahí, de esa frase que soñé: Te vendo la memoria de Shakespeare..."

   Con todo su genio vital nacieron sus últimos libros, que no pueden dejar de relacionarse con la mujer que lo acompañó sus últimos años y última esposa: María Kodama. En Historia de la noche escribe Borges esta dedicatoria:

   "Por la memoria de Leonor Acevedo. Por Venecia de cristal y crepúsculo. Por la que usted será: por la que acaso no entenderé. Por todas estas cosas dispares, que son tal vez, como presentía Spinoza, meras figuraciones de una sola cosa infinita, le dedico a usted este libro, María Kodama".

   Ya en el título de este libro se esconde una paradoja, pues Borges siempre dijo que su ceguera le impedía "la dicha de ver el color de la oscuridad total". El, sabemos, veía gris con algunos reflejos del amarillo, pero las convenciones literarias dictan que la ceguera sea como la noche, y él lo acepta. Quizás si acaso vería nuevamente el color de la noche.

   En su siguiente libro, La cifra, es cuando nos hace percibir aún más el destino proclamado de su sino, que es otra forma de asombro, de impresión resignada. En su poema El cómplice, por ejemplo, resignado, Borges acepta los designios del Hacedor de caminos (Me tienden la copa y yo debo ser la cicuta), y a la vez él mismo se hace cómplice de la historia (Mi alimento es todas las cosas, el peso del universo, la humillación... No importa mi ventura o mi desventura. Soy el poeta).

   Los conjurados es su libro de despedida, el último que pudo tener impreso en sus manos. Los conjurados brotan a través de la conversación de ciertos personajes que hablan de otros, en circunstancias que maniobran otros; es un reflejo del reflejo de otro reflejo. Borges deshace las palabras, la expresión, la imagen, para rehacerlas intactas en su sentido interior, que es el verdadero como único fin. Ese sentido interno de las cosas que buscó afanosamente y que acaso sea el leit motiv de toda su obra, según creo, lo anuncia con plena conciencia de que solo la alusión es posible para determinar lo indeterminado. En el prólogo de Los conjurados, anuncia:

   "En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro dato circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, al que, por lo demás, respeto... recuerdo que lloré cuando me dijeron que un hombre caminaba en la luna".

   Es su último libro un delicado equilibrio entre Borges y el que se dejó ser Borges. Por eso están los temas que siempre apreció, como la idea del tiempo lineal que anula al pasado y al futuro, haciendo todo único.

   En su poema La larga busca se refiere a un tiempo "anterior al tiempo o fuera del tiempo, ambas locuciones son válidas". La idea de que es uno solo en fin el pasado-presente-futuro lo simboliza en su poema Cesar: Aquí lo que dejaron los puñales. Aquí esta pobre cosa, un hombre muerto... Aquí también el otro, aquel prudente emperador que declinó laureles... Aquí también el otro, el venidero.

   En otro poema, La tarde, afirma: Las tardes que serán y las que han sido son una sola, inconcebiblemente. Son un claro cristal, solo y doliente, inaccesible al tiempo y a su olvido... Uno y cada arquetipo. Así Plotino nos enseña en sus libros, que son nueve; bien puede ser que nuestra vida breve sea un reflejo fugaz de lo divino. La tarde elemental ronda la casa. La de ayer, la de hoy, la que no pasa.

   También resurge el laberinto, en El hijo de la fábula (Teseo no podía saber que del otro lado del laberinto estaba el otro lado del laberinto). Nuevamente es el profético en Abramowicz (Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz, que debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta). En su último libro, más que nunca antes, es al mismo tiempo el que escribe y el que dicta la escritura, es Borges y el otro al unísono. En Juan López y John Ward narra: "Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín y cada uno fue Abel..."

   Entre los personajes conjurados hay uno que asumió en la vida de Borges la forma del misterio: Cristo en la cruz (...Los pies tocan la tierra... Desordenadamente piensa en el reino que tal vez lo espera, piensa en una mujer que no fue suya... Sabe que no es un dios y que es un hombre que muere con el día. No le importa. Le importa el duro hierro de los clavos... El alma busca el fin, apresurada. Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto. Anda una mosca por la carne quieta. ¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido si yo sufro ahora?).

   También en su último libro Borges conjura al amor simbolizado en la última mujer de su vida: "De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los siervos de Nara, la noche que está sola y las populosas montañas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma... Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!".

   Para todos los demás podía ser tarde para el amor, menos para él; Borges nunca se doblegó, quizás por eso hubo de partir bendito por el Hacedor de caminos: enamorado. El amor esperaba por él todavía. Para Borges el amor siempre fue símbolo de la calma, del equilibrio que sigue al caos. Esta predicción del orden luego del desorden, en Tríada, el narra así:

   "El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el día del patíbulo, del coraje y del hacha... El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo".

   Es quizás Los conjurados, en verdad, su testamento. Borges recorre todas las páginas, detrás o delante, que es lo mismo, del otro Borges. Es el bibliotecario de Babel transmutado en el minotauro al final del laberinto. Es el término del sendero de un Caminante fatigado: "¿En cuál de mis ciudades moriré? ¿En Ginebra, donde recibí la revelación, no de Calvino ciertamente, sino de Virgilio y de Tácito? ¿En Montevideo, donde Luis Melián Lafinur, ciego y cargado de años, murió entre los archivos de esa imparcial historia del Uruguay que no escribió nunca? ¿En Nara, donde en una hostería japonesa dormí en el suelo y soñé con la terrible imagen de Buda, que yo había tocado y no visto, pero que vi en el sueño? ¿En Buenos Aires, donde soy casi un forastero, dado mis muchos años, o una costumbre de la gente que me pide un autógrafo? ¿En Austin, Texas, donde mi madre y yo en el otoño de 1961, descubrimos América?... ¿En qué idioma habré de morir?... ¿Qué hora será?... Estas preguntas no son digresiones del miedo, sino de la impaciente esperanza. Son parte de la trama fatal de efectos y de causas, que ningún hombre puede predecir, y acaso ningún dios".

   Jorge Luis Borges murió en Ginebra. A la hora del crepúsculo de la paloma, cuando aún no hay colores, entonces pronunció por última vez el Padrenuestro, aunque sólo en parte lo entendía. Por eso, además, dijo una oración personal, no heredada, una empresa que le debió exigir una sinceridad más que humana.  No  suplicó  que  sus errores le fueran perdonados. Se negó a pedir diciendo que nadie merece tal milagro. Insinuó que su libertad de albedrío quizás fue ilusoria, pero pudo dar o soñar que daba. Quiso ser recomendado menos como poeta que como amigo. Dijo desconocer los designios del universo, pero sabía que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados. Lo demás no le importó, y quiso morir del todo, con su compañero, su cuerpo,  el otro Borges y él mismo.