Cuarta edad
Por Waldemar Verdugo Fuentes
Fragmento Final de EN VOZ DE BORGES.
Collages por WVF:
"Serie EL VIEJO BORGES"
Su libro póstumo fue La memoria de
Shakespeare (Alianza Editorial, España), que estaba en imprenta cuando Borges
murió: "Este libro me fue dado por un sueño, en Michigan. Yo soñé esto: Te
vendo la memoria de Shakespeare. Y de ahí salió la historia. De la cual revelo
demasiado al decir esto, salvo que no hay una venta en mi cuento y la memoria
de Shakespeare no sé hasta dónde existe. Pero todo salió de ahí, de esa frase
que soñé: Te vendo la memoria de Shakespeare..."
Con todo su genio vital nacieron sus últimos
libros, que no pueden dejar de relacionarse con la mujer que lo acompañó sus
últimos años y última esposa: María Kodama. En Historia de la noche escribe
Borges esta dedicatoria:
"Por la memoria de Leonor Acevedo. Por
Venecia de cristal y crepúsculo. Por la que usted será: por la que acaso no
entenderé. Por todas estas cosas dispares, que son tal vez, como presentía
Spinoza, meras figuraciones de una sola cosa infinita, le dedico a usted este
libro, María Kodama".
Ya en el título de este libro se esconde una
paradoja, pues Borges siempre dijo que su ceguera le impedía "la dicha de
ver el color de la oscuridad total". El, sabemos, veía gris con algunos
reflejos del amarillo, pero las convenciones literarias dictan que la ceguera
sea como la noche, y él lo acepta. Quizás si acaso vería nuevamente el color de
la noche.
En su siguiente libro, La cifra, es cuando
nos hace percibir aún más el destino proclamado de su sino, que es otra forma
de asombro, de impresión resignada. En su poema El cómplice, por ejemplo,
resignado, Borges acepta los designios del Hacedor de caminos (Me tienden la
copa y yo debo ser la cicuta), y a la vez él mismo se hace cómplice de la
historia (Mi alimento es todas las cosas, el peso del universo, la
humillación... No importa mi ventura o mi desventura. Soy el poeta).
Los conjurados es su libro de despedida, el
último que pudo tener impreso en sus manos. Los conjurados brotan a través de
la conversación de ciertos personajes que hablan de otros, en circunstancias
que maniobran otros; es un reflejo del reflejo de otro reflejo. Borges deshace
las palabras, la expresión, la imagen, para rehacerlas intactas en su sentido
interior, que es el verdadero como único fin. Ese sentido interno de las cosas
que buscó afanosamente y que acaso sea el leit motiv de toda su obra, según
creo, lo anuncia con plena conciencia de que solo la alusión es posible para
determinar lo indeterminado. En el prólogo de Los conjurados, anuncia:
"En este libro hay muchos sueños.
Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones
deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro dato
circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, al que, por lo demás,
respeto... recuerdo que lloré cuando me dijeron que un hombre caminaba en la
luna".
Es su último libro un delicado equilibrio
entre Borges y el que se dejó ser Borges. Por eso están los temas que siempre
apreció, como la idea del tiempo lineal que anula al pasado y al futuro,
haciendo todo único.
En su poema La larga busca se refiere a un
tiempo "anterior al tiempo o fuera del tiempo, ambas locuciones son
válidas". La idea de que es uno solo en fin el pasado-presente-futuro lo
simboliza en su poema Cesar: Aquí lo que dejaron los puñales. Aquí esta pobre
cosa, un hombre muerto... Aquí también el otro, aquel prudente emperador que
declinó laureles... Aquí también el otro, el venidero.
En otro poema, La tarde, afirma: Las tardes
que serán y las que han sido son una sola, inconcebiblemente. Son un claro
cristal, solo y doliente, inaccesible al tiempo y a su olvido... Uno y cada
arquetipo. Así Plotino nos enseña en sus libros, que son nueve; bien puede ser
que nuestra vida breve sea un reflejo fugaz de lo divino. La tarde elemental
ronda la casa. La de ayer, la de hoy, la que no pasa.
También resurge el laberinto, en El hijo de
la fábula (Teseo no podía saber que del otro lado del laberinto estaba el otro
lado del laberinto). Nuevamente es el profético en Abramowicz (Esta noche me
has dicho sin palabras, Abramowicz, que debemos entrar en la muerte como quien
entra en una fiesta). En su último libro, más que nunca antes, es al mismo
tiempo el que escribe y el que dicta la escritura, es Borges y el otro al
unísono. En Juan López y John Ward narra: "Hubieran sido amigos, pero se
vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de
los dos fue Caín y cada uno fue Abel..."
Entre los personajes conjurados hay uno que
asumió en la vida de Borges la forma del misterio: Cristo en la cruz (...Los pies
tocan la tierra... Desordenadamente piensa en el reino que tal vez lo espera,
piensa en una mujer que no fue suya... Sabe que no es un dios y que es un
hombre que muere con el día. No le importa. Le importa el duro hierro de los
clavos... El alma busca el fin, apresurada. Ha oscurecido un poco. Ya se ha
muerto. Anda una mosca por la carne quieta. ¿De qué puede servirme que aquel
hombre haya sufrido si yo sufro ahora?).
También en su último libro Borges conjura al
amor simbolizado en la última mujer de su vida: "De usted es este libro,
María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los
crepúsculos, los siervos de Nara, la noche que está sola y las populosas
montañas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo
que pierde el olvido y lo que la memoria transforma... Sólo podemos dar lo que
ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las
cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega
de símbolos!".
Para todos los demás podía ser tarde para el
amor, menos para él; Borges nunca se doblegó, quizás por eso hubo de partir
bendito por el Hacedor de caminos: enamorado. El amor esperaba por él todavía.
Para Borges el amor siempre fue símbolo de la calma, del equilibrio que sigue
al caos. Esta predicción del orden luego del desorden, en Tríada, el narra así:
"El alivio que habrá sentido Carlos
Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el día del patíbulo, del
coraje y del hacha... El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que
precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser
alguien y del peso del universo".
Es quizás Los conjurados, en verdad, su
testamento. Borges recorre todas las páginas, detrás o delante, que es lo
mismo, del otro Borges. Es el bibliotecario de Babel transmutado en el
minotauro al final del laberinto. Es el término del sendero de un Caminante
fatigado: "¿En cuál de mis ciudades moriré? ¿En Ginebra, donde recibí la
revelación, no de Calvino ciertamente, sino de Virgilio y de Tácito? ¿En
Montevideo, donde Luis Melián Lafinur, ciego y cargado de años, murió entre los
archivos de esa imparcial historia del Uruguay que no escribió nunca? ¿En Nara,
donde en una hostería japonesa dormí en el suelo y soñé con la terrible imagen
de Buda, que yo había tocado y no visto, pero que vi en el sueño? ¿En Buenos
Aires, donde soy casi un forastero, dado mis muchos años, o una costumbre de la
gente que me pide un autógrafo? ¿En Austin, Texas, donde mi madre y yo en el
otoño de 1961, descubrimos América?... ¿En qué idioma habré de morir?... ¿Qué
hora será?... Estas preguntas no son digresiones del miedo, sino de la
impaciente esperanza. Son parte de la trama fatal de efectos y de causas, que
ningún hombre puede predecir, y acaso ningún dios".
Jorge Luis Borges murió en Ginebra. A la
hora del crepúsculo de la paloma, cuando aún no hay colores, entonces pronunció
por última vez el Padrenuestro, aunque sólo en parte lo entendía. Por eso,
además, dijo una oración personal, no heredada, una empresa que le debió exigir
una sinceridad más que humana. No suplicó
que sus errores le fueran
perdonados. Se negó a pedir diciendo que nadie merece tal milagro. Insinuó que
su libertad de albedrío quizás fue ilusoria, pero pudo dar o soñar que daba.
Quiso ser recomendado menos como poeta que como amigo. Dijo desconocer los
designios del universo, pero sabía que razonar con lucidez y obrar con justicia
es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados. Lo demás no le importó,
y quiso morir del todo, con su compañero, su cuerpo, el otro Borges y él mismo.